Después, tocaba bajar en la mitad de la ruta que lleva hasta Iruya, y ahí empezar una excursión a pie de dos horas: 4km de sendero rocoso y desdibujado, a 3600m de altura sobre el nivel del mar, nos conducía hasta la escuela de Colanzulí. En el valle lo llaman “camino del Inca”, porque forma parte de la red de 40.000km de angostos caminos trazados por los incas a lo largo y ancho el imperio. Caminos que los autóctonos transitan de día, de noche o en medio de la niebla más espesa que os podáis imaginar. Actualmente el transporte público no llega hasta la mayoría de pueblos de la montaña, y las opciones para llegar son el autostop desde Iruya, o ir a pie por los caminos incas.
La ruta hasta el pueblo, pura alta montaña y campos de flores amarillas bajo el cerro morado, fue divino. Nos acompañaba una mujer de 60 años que no iba a Colanzulí, sino a Pueblo Viejo, un pueblo 4km más lejano. Cabe decir que aunque iba cargada con dos fardos enormes y un colchón, caminaba más ligera ella que nosotros. La gente de los pueblos baja a la ciudad dos o tres veces al año como mucho, y aprovechan el viaje para traer material y objetos que normalmente faltan en el mundo rural. Después de ahorrar durante un mes para costearse el viaje en autobús, finalmente había conseguido bajar a Jujuy (4h de camino a pie y 5h en autobús), donde quería consultar al médico por un bulto que tenía en el dedo desde hacía unos meses. Sin embargo, no le dieron hora, y le tocó volver a su casa dos días más tarde. Su plan era volver a ahorrar durante otro mes para ir al médico en Salta, pues estaba convencida de que en Jujuy no la habían atendido porque los jujeños y los salteños están eternamente peleados entre ellos.
Ya en Colanzulí, nuestros caminos se separaron; la mujer siguió hacia
Pueblo Viejo, y nosotros nos quedamos en la escuela. Carlos empezó a
trabajar con la antena, mientras tanto Rochelle (su novia australiana) y
nosotros pudimos explorar la zona, y charlar con los chicos y los
docentes, que nos acogieron de la forma más cálida. Nos enseñaron la
escuela, y nos invitaron a comer con ellos y a pasar la noche en el
albergue con los chicos. Nos mostraron las tres clases de que disponen,
el comedor, el recreo y la sala de radio, desde donde emiten un programa
que se puede sintonizar desde todo el valle.
En la escuela hay 40 alumnos desde los 6 hasta los 12 años, y en total tienen 4 maestros. Muchos de los chicos tienen entre una y dos horas de camino hasta sus casas; los que viven todavía más lejos, se albergan en la escuela entre semana y vuelven a sus casas los viernes, así que comparten su tiempo con los maestros las 24h del día. Los maestros no siempre son de la zona; a veces deben viajar hasta ocho horas a pie para llegar a la escuela donde enseñan. Se alejan de sus familias para ir a vivir a lugares incomunicados, donde la altura y la falta de oxígeno no dan un respiro al cuerpo. La soledad se siente unas veces más que otras. No son vidas fáciles.
He encontrado un texto escrito por alguien que vivió una experiencia similar a la nuestra. Describe exactamente la fuerza que destilan los maestros de los valles cuando hablamos con ellos:
“Otros maestros, para llegar a sus escuelas aún más distantes, debían caminar ocho y más horas a veces, sorteando todo tipo de dificultades. Una de ellas es el llamado “Paso del Diablo”, una angosta cornisa donde sólo cabe el ancho del pie, y debiendo agarrarse con uñas y manos de las lisas paredes de la montaña, sin casi respirar. Decían que el lapso de tiempo que demoran en atravesar ese tremendo lugar, es de apenas un minuto y medio, pero la sensación subjetiva de su duración es de una eternidad. No pudiendo entender la causa, pregunté el por qué esas escuelas se encuentran en lugares tan inaccesibles; la respuesta fue sencillamente que allí estaban las comunidades, y por lo tanto, allí debían ir los maestros. Y aunque desde aquí nos parezca increíble, ellos van”.
Las charlas con los chiquilinos nos impactaron tanto como nuestra presencia a ellos. Petenecientes al mundo rural, a menudo, desde los seis años, sacan a pasear a las ovejas y ayudan a sus familias cuando lo necesitan: cuidan del ganado, colaboran en la construcción de casas de adobe y paja… A pesar de las dos horas de camino que muchos tienen hasta la escuela, el absentismo escolar es más bien bajo. Pero la puna es difícil para todos, incluso para los autóctonos: el frío y el viento marcan las caras de esos chicos desde que son pequeños, así que todos tienen la piel de los mofletes enrojecida y cortada durante todo el año.
En cuanto empezamos a charlar con ellos, se les dibujó una sonrisa enorme en la cara ¿en qué idioma hablan estos señores? ¡hablan muy raro! Cuando les dijimos que éramos españoles, no entendieron bien qué sucedía: se suponía que nosotros éramos los malos de la historia en todas las clases que habían tenido. Cabe recordar que el genocidio por parte de los colonos españoles en las zonas andinas fue probablemente uno de los más crueles. ¿Y entonces qué hacíamos nosotros ahí? ¿Cómo podíamos transmitirles la vergüenza que sentíamos por nuestros antepasados? En realidad no hizo falta; posiblemente ellos fueron las personitas que menos prejuicios (en parte justificados) mostraron con nosotros en todo el viaje. Nos contaron que ellos creían en Dios y en la Pachamama, y que igual que rezaban antes de cada comida, le hacían ofrendas a la Pachamama para que ésta les devolviera alimentos y fertilidad.
A partir de las 18h, el sol empezó a caer, inundando el cerro morado de una luz mágica. El color brillante duró poco menos de tres minutos. En cuanto desapareció el último rayo de sol, el tiempo cambió radicalmente. Se levantó un frío tremendo, el paisaje empezó a llenarse de niebla y el viento cortaba la cara. Tres chaquetas eran insuficientes.
La mayoría de los chavales ya se habían ido a sus casas, excepto los que se quedaban a dormir en la escuela. Cenamos con ellos, tomamos té de coca (todos estábamos apunados, pero Rochelle y Miguel se sentían especialmente mal) y nos fuimos a dormir. Tuvimos que poner cinco mantas de lana para combatir el frío; el albergue era un espacio de chapa prefabricado, y el viento se colaba por todas las ventanas. En la habitación de las chicas, antes de dormirnos, empezó el festival del cotilleo: ¿tenés novio? ¿se dan besos? ¿cómo se conocieron? ¿tenés hermanos? entre miles de risas y vergüenzas. Parece que en la habitación de los chicos pasó algo parecido pero en la versión masculina: saltos, gritos, bromas, chistes. Pronto llegaron los maestros a poner orden: todos se acostaron, rezaron una oración y se durmieron.
La mañana amaneció con niebla espesa y frío total. Por suerte, antes de que empezaran las clases, uno de los docentes se ofreció a acompañarnos por veinte pesos a una zona de la ruta más transitada donde podríamos hacer autostop hasta Iruya.
NOTA: Carlos trabaja para una fundación instalando antenas en escuelas rurales para conectarlas a la red de Internet. No sólo es una cuestión de equipamiento, sino que normalmente también debe hacer formaciones básicas con los docentes de las escuelas para enseñarles a usar las computadoras y navegar por Internet. En este link podréis ver el blog de la campaña que consiste en conectar escuelas rurales a la red, y montones de actualizaciones desde diferentes escuelas de la Quebrada de Humahuaca. Os haréis una idea del trabajo que hace Carlos y de lo que supone vivir ahí.
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