Pasamos una hora y media MUERTOS DE FRIO haciendo auto stop para
llegar a Iruya; el Sol justo empezaba a salir, y hasta que no dio de
pleno en el camino, el frío lo tuvimos calado en los huesos.
Finalmente
una camioneta paró y el conductor se ofreció a llevarnos. Qué personaje,
madre. Nada más subir vi que tenía un ambientador con la bandera
española, y con intención de mantener una conversación de acercamiento,
le pregunté si tenía antepasados españoles. Gran error. “¿¡Qué!? ¡¡NO!!
¡¡Odio a los españoles, los salvajes esos que no dejaron un alma
viva!!”, rugió mientras lanzaba por la ventana el ambientador. “¿Vos de
dónde sos?”, me preguntó casi a gritos. Mierda, ¿qué le digo? “De
Barcelona”, dije escurriendo el bulto. Intenté entonces conectar con él
explicando lo mucho que me avergonzaba de la historia de nuestro pueblo.
Tampoco sirvió, pues entonces empezó a despotricar de “los idiotas de
los indios, que se dejaron matar, que en todos estos años no han
aprendido nada, y que los pocos que sobrevivieron son tan feos que no
valen nada”. No lo podía creer. Así que después de un par más de
comentarios espontáneos fuera de lugar, decidí que era un racista y un
machista y una persona muy poco interesante, por lo que dejé de lado la
conversación socializadora y me puse a contemplar por la ventana el
paisaje fascinante que nos rodeaba.
Mientras tanto Miguel, en la parte trasera de la camioneta, sufría
por nuestras vidas. La carretera estrecha y pedregosa era justo del
tamaño del vehículo, y a menudo asomaba la cabeza por un lado a
comprobar que debajo de la rueda sólo había precipicio. Pronto dejó de
asomarse, porque los baches de la carretera le hacían sentir que en
cualquier momento podía salir disparado, y esa idea tampoco le
emocionaba. Por suerte yo, desde adelante, estaba ocupada en la
importante tarea de caerle bien al conductor, y no tuve tiempo de
reparar en los riesgos que corríamos.
Después de la experiencia en Colanzulí, conocer Iruya nos pareció tal
vez un poco descafeinado. Todo el mundo nos había dicho que era el
pueblo más fascinante de la Quebrada, y probablemente lo era para los
que no tuvieron la oportunidad de salir de la carretera. Para nosotros
el pueblo más fascinante había sido Colanzulí, e Iruya era un pueblo
bonito como tantos otros.
Rochelle y Carlos se quedaron sólo hasta el mediodía, nosotros nos
fuimos por la tarde. Decidimos conocer el pueblo, pero Miguel estaba tan
falto de oxígeno que cada cinco metros debía parar a tomar aire. Es una
sensación angustiante, te hace sentir como en pleno ataque de asma o de
ansiedad.
Agotados, nos metimos en un local, donde una mujer que
conocía todas las hierbas medicinales habidas y por haber nos preparó a
cada uno una infusión apta para tratar los diferentes síntomas que nos
afectaban por la altura. Una maravilla, tanto la infusión como la
sabiduría de la mujer.
Por último, también debo hacer referencia a una sensación algo fea
que me transmitieron algunas personas que trabajaban de cara al turista.
Por un lado, estaba aquello de cuando el autóctono mira por encima del
hombro al “guiri”, pensando para sus adentros “no conoces nada de esta
tierra” mientras le pregunta “es muy bonito, ¿verdad?” con cierta
desgana. Yo he podido sentir lo mismo hacia los guiris en Barcelona. El
problema es que a menudo nos contaban “antes esto era distinto, mucho
más tranquilo, se cultivaba la tierra y vivíamos del ganado”, y se
lamentaban de la invasión turista. Al mismo tiempo, todos andan como
locos tirándose de los pelos por hacerse con un local en el pequeño
pueblo para montar un negocio de hospedaje o de restauración para
extranjeros (obviamente a precios inasequibles para los habitantes del
pueblo). Bueno, sencillamente era una contradicción que nos hacía sentir
mal. Por un lado, el hecho de que nos miren sólo como a unos guiris
conformistas y superficiales del montón (yo también pensaba para mis
adentros “no conoces nada de mí, tampoco te contaré la genuina
curiosidad que he sentido por vuestra tierra y vuestra cultura”). Por
otro, la falta de coherencia. Justamente hay muchos pueblos de la
Quebrada que ni siquiera quieren que la carretera llegue hasta ellos
porque entonces “se les va a llenar el pueblo de turistas, que no
respetan nada y destrozan los cultivos”. Darle la espalda al turista me
parece mucho más honesto y coherente que arrodillarse para servirlo
mientras se le odia. Es el servilismo hipócrita lo que me mata, creo. También entiendo que se sientan algo obligados al servilismo en un lugar donde la gente vive con pocos recursos. Tal vez piensan que no tienen la fuerza para oponerse al rico, o tal vez simplemente no quieren hacerlo.
Nada más, habiendo compartido esto ya me quedo tranquila. Sólo decir
que sí vale la pena visitar Iruya aunque no hayamos sido muy efusivos:
que el pueblo es tan lindo como prometen, y que el viaje es cansado pero
el paisaje es espectacular. Si podéis y os apetece, pasad una noche
allí: así tendréis tiempo de ir andando hasta San Isidro, pueblo cercano
al que no llega la carretera, razón por la cual está mucho más
preservado.
Y rescatar que entre el conjunto de gente con la que tuvimos
oportunidad de hablar, descubrimos personas transparentes y
desprejuiciadas que nos robaron el corazón.
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